Fotogramas
MIRITO TORREIRO
Con solo tres películas en su haber y con un dominio de los resortes del oficio que se expande desde la dirección hacia el guión y la música, Amenábar ha logrado encaramarse a lo más alto de la profesión cinematográfica española, una proeza insólita. Es este un detalle a tener en cuenta: cada película de nuestro hombre asume riesgos mayores, y la que se hace justo después de Los Otros, el mayor éxito del cine español en toda su historia, no lo es menos; ahí es nada construir un discurso sobre la eutanasia sin que parezca que es el corazón mismo de la función, y hacerlo, además, a partir de un personaje público como es Ramón Sampedro.
El reto que asume aquí Amenábar le lleva a contar, por un lado, la peripecia vital de un hombre que ansiaba la muerta más que cualquier otra cosa, condenado por una tetraplejia que hizo de él un hombre inútil regido, eso sí, por un cerebro portentoso. Por otro lado, contraponerla, en un discurso tan sutil como abierto, a otras opciones vitales, como las que encarnan los personajes de Julia (Rueda), Gené (Clara Segura) y el cura (Josep Maria Pou). Y por otro, lo más insólito del film, apoyándose en una descripción sólida de la vida de una familia gallega. El resultado es un film que juega con endiablada habilidad con la emotividad del espectador, a quien unas veces empuja al llanto, otras a la sonrrisa y hasta al triunfo vicarial sobre un enemigo poderoso (es esa la función de Pou en el film), aunque en ocasiones (al final, sin ir más lejos) descompensado por el cálculo y el deslizamiento hacia la facilidad: el mostrar a Sampedro como un héroe sin fisuras favorece la identificación del público, pero no se da de tortas con una dramaturgia rigurosa. Un film con un envoltorio prodigiosamente bien compensado, en el que destaca un inmenso trabajo actoral que empieza en Bardem, sublime como suele, y acaba en Bugallo y en esa inmensa Mabel Rivera que es, de lejos, lo más auténtico de la función. Y la confirmación de que, más allá de las debilidades que siente por complacer a su espectador al coste que sea, Amenábar es el más formidable de los cineastas de su generación.
Con solo tres películas en su haber y con un dominio de los resortes del oficio que se expande desde la dirección hacia el guión y la música, Amenábar ha logrado encaramarse a lo más alto de la profesión cinematográfica española, una proeza insólita. Es este un detalle a tener en cuenta: cada película de nuestro hombre asume riesgos mayores, y la que se hace justo después de Los Otros, el mayor éxito del cine español en toda su historia, no lo es menos; ahí es nada construir un discurso sobre la eutanasia sin que parezca que es el corazón mismo de la función, y hacerlo, además, a partir de un personaje público como es Ramón Sampedro.
El reto que asume aquí Amenábar le lleva a contar, por un lado, la peripecia vital de un hombre que ansiaba la muerta más que cualquier otra cosa, condenado por una tetraplejia que hizo de él un hombre inútil regido, eso sí, por un cerebro portentoso. Por otro lado, contraponerla, en un discurso tan sutil como abierto, a otras opciones vitales, como las que encarnan los personajes de Julia (Rueda), Gené (Clara Segura) y el cura (Josep Maria Pou). Y por otro, lo más insólito del film, apoyándose en una descripción sólida de la vida de una familia gallega. El resultado es un film que juega con endiablada habilidad con la emotividad del espectador, a quien unas veces empuja al llanto, otras a la sonrrisa y hasta al triunfo vicarial sobre un enemigo poderoso (es esa la función de Pou en el film), aunque en ocasiones (al final, sin ir más lejos) descompensado por el cálculo y el deslizamiento hacia la facilidad: el mostrar a Sampedro como un héroe sin fisuras favorece la identificación del público, pero no se da de tortas con una dramaturgia rigurosa. Un film con un envoltorio prodigiosamente bien compensado, en el que destaca un inmenso trabajo actoral que empieza en Bardem, sublime como suele, y acaba en Bugallo y en esa inmensa Mabel Rivera que es, de lejos, lo más auténtico de la función. Y la confirmación de que, más allá de las debilidades que siente por complacer a su espectador al coste que sea, Amenábar es el más formidable de los cineastas de su generación.